¿Dónde quedó la mierda buena de Montevideo?

Ginny Lupin
14 min readSep 25, 2022

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Mis años en Bluzz Live

Trotsky Vengarán, Noche de los Muertos. Año 2018 (creo).

Uno siempre vuelve al lugar donde fue feliz, dice la sabiduría popular. Éste agosto, casi dos años después de su cierre, el curso natural del mercado inmobiliario y la hiperurbanización de Montevideo, nos privaron de manera definitiva de volver a habitar la esquina responsable de nuestras mejores noches. No sabría escribir de éste lugar sin recurrir a la primera persona, describir su desaparición sin empapar las palabras de sentimientos. Por eso ésto es una columna propia, sin medio que la respalde. Sólo mi firma y mis recuerdos, para despedir al templo rockero que musicalizó la segunda década de los 00 en la ciudad.

La primera vez que entré a Bluzz Live fue un 7 de septiembre, hace exactamente 10 años. Era 2012, yo tenía catorce y estaba en tercero de liceo. Por aquel entonces usaba brackets, tenía el pelo muy largo y castaño, y no salía mucho — iba al cine, a las reuniones del círculo de lectores de Harry Potter, al shopping con mis compañeras-. Mi prontuario de recitales se limitaba a alguna visita masiva de estrellas Disney (que por aquel entonces desembarcaban en la capital sin demasiado entusiasmo); mi banda sonora eran los primeros hits bajados de Ares y unos cuantos CDs quemados en casa, al mejor estilo DIY. Corría el año 2012, estaba entrando en la adolescencia y me gustaba mucho la música.

A fines de ese agosto habíamos ido a comprar las entradas.
Habíamos, mi madre y yo. Las entradas — para la primera noche de Bluzz — que no era la primera noche en que sonaba música en la esquina de Defensa y Muñoz, pero sí la primera en que a mi me tocaba escucharla. Tocaba Infierno 18, una banda argentina que por esa época era furor en MTV; pero yo que no veía MTV (nunca tuve televisión por cable), los conocía porque se habían sacado una foto en la puerta del estudio con los integrantes de Smile, la banda pop porteña que por esas épocas escuchaba obsesivamente.

Infierno 18. Septiembre 2012.

Si vamos, lupa en mano, a poner Zoom en la historia de mi vida, Bluzz Live es el semillero de quien soy; pero Smile, más allá de su música, es el catalizador de todos y cada uno de los encuentros y desencuentros que me trajeron al punto desde el que escribo hoy.

Así que había escuchado dos o tres temas de Infierno 18 y los seguía en Facebook cuando una tarde invernal leí que venían a Montevideo.
Vamos — le dije a Laura.
Vamos — me respondió sin dudarlo, porque llevo en la sangre esto de dejarse llevar por la música.
Llegamos al local de remeras de la Galería del Virrey que ya no existe y pagamos poco-para-la-época por las dos entradas que el chico detrás del mostrador sacó de adentro de una caja de lata. Eran cuadradas, blancas, naranjas y negras (como el logo de Bluzz Live de ese entonces) y están hasta hoy guardadas en un cajón de mi mesa de luz, testigos silenciosos del principio de todo.

Pero antes de ser recuerdo, el 7 de septiembre de 2012 fue presente, y ahí llegué yo por primera vez a la esquina de Defensa y Muñoz.
Siempre parecí más grande, o al menos eso dice la gente; pero a los 14 y maquillada aparentaba con mucho esfuerzo unos sólidos 16. El veredicto fue de todas formas positivo: entraba (con mi mamá de escolta) y ante la visita sorpresiva del Inau existía un plan B infalible (que he sabido contar muchas veces y no viene realmente al caso de éste relato).
Lo cierto es que Infierno 18 se presentó en la primera de dos fechas para un público insignificante. Me senté en la tarima del fondo a escuchar a los teloneros, canté los tres temas que sabía del acto principal, me saqué fotos y ligué autógrafos (en cuadernola A4 permanentemente abierta para no dejar ver la portada, la más reciente tanda de merchandising de los Jonas Brothers, que era muy poco punk para el escenario).

Secuestrando el escenario. Trotsky Vengarán, 2018.

No volví a cruzar las puertas de Bluzz Live hasta 2015. Por aquellos años supe frecuentar Decibelios (en esa época C4) y el también finiquitado Amarcord. Pero en 2015 tocaba Melian, una banda de post-hardcore porteña, y con la cálida seguridad de una cédula que no era mía en el bolsillo (cortesía de las primeras visitas a boliches bailables) pasé olímpica el control de la puerta. Yo había cambiado y Bluzz Live también; ahora con renovado logo blanco y negro y luciendo el slogan más certero de la escena local: “A place where good shit happens”.
Comenzaba, al menos en mis páginas, la leyenda.

Pasado el regreso triunfal — pero casual — de 2015 y algunas visitas fugaces en 2016 para escuchar a Trotsky Vengarán y Mal Pasar, o discutir con Marcos mientras barría la vereda de la entrada y me decía bruja acercándome la escoba; 2017 fue el inicio de mi residencia permanente en el local de Plaza Seregni .
Ese año, festejé el-día-después-de-los-19 viendo mi primer show de Motosierra: la entrada verde comprada en Red Pagos, una foto borrosa de Marquitos en los hombros de Juan como único registro fotográfico. Comenzaba la comunión con la banda más desastrosa de la escena local, gran factor para terminar sintiendo a Bluzz Live como una casa.

Motosierra, 2017.

Siempre digo que a Bluzz Live ibas sin saber muy bien quién tocaba y sabías que la ibas a pasar bien, pero la realidad es que yo no era tan espontánea como afirmo; compraba las entradas con tiempo en el Red Pagos que sigue estando adentro del disco de la calle Scosería, me preparaba días antes, llevaba la cuenta regresiva. Sin saber qué pasaría, intuía el buen momento.

Unos días después de mi-primer-Motosierra, el 23 de abril; mi madre abrió el diario (éramos, hasta este año, el tipo de familia que hace pogo pero también compra el diario todos los días) y vio en un recuadro minúsculo que esa noche tocaba GBH.
No, no puede ser.
Si.
¿GBH acá? ¿ESOS GBH?
Aparentemente si.
¿Quedan entradas?

Derecho al Disco de la calle Scosería, pidiendo con paciencia dos ingresos para ge-be-hache. Las entradas decían entre paréntesis ING y esa misma noche estuvimos codo a codo con los ingleses en la barra. Habían perdido las valijas en el vuelo y tuvieron que tocar con remeras de Radical, la banda que abría la fecha. Otra asistente que merodeaba en el fondo dijo algo que describiría a la perfección la mítica del lugar: Bluzz era asi, te tomabas una con los músicos, con GBH (¡!) y después los veías sobre el escenario. Podías enterarte ese mediodía en el diario de que una de las bandas más significativas del movimiento punk tocaba a unas cuadras y por el módico costo de $480 hacías historia.

GBH (ING), 2017.

En casa discutimos mucho sobre cuál fue el momento en que Bluzz cobró la trascendencia que tuvo y tiene en nuestras vidas, cuál fue ese instante en que los shows eran increíbles y la gente que tenía que estar estaba. La conclusión siempre es 2018 pero yo creo que las cosas empezaron a fines de 2017.

El Läjä Festival sirvió de excusa para el segundo mejor show de Motosierra que vi. Subieron invitados de los Water Rats y Hablan Por La Espalda, Leo tocó la bata y Walo tocó el bajo. Hubo clásicos, covers, desnudos e indecencia. Marcos estuvo en su máximo esplendor. Todavía no salía el Motosierra, su último álbum, pero en al aire ya se sentía que algo iba a pasar.

Läjä Festival (2017)

Por otra parte, alimentando mi costado más rock barrial, el 2017 había traído consigo un reciente fanatismo por Callejeros, enganchándome con la banda por sus letras y el estilo de Maxi Djerfy en la viola. Justo ese año en la vecina orilla habían empezado a soltar a los miembros de la banda de su condena carcelaria por la causa República de Cromañón, y con la ansiada libertad al alcance, la pelota empezó a girar para los proyectos que los ex-Callejeros crearon tras la disolución del grupo. Por eso, cuando Nuestra Raza anunció su llegada a nuestro país ese 22 de diciembre, me entraron las ganas de poguear sobre ritmos más ricoteros.
Claro que no conocía a nadie que escuchara a Callejeros (estaba en mi era Trotsky Vengarán, cuando la Trotsky daba sus últimos coletazos punkillos) y las entradas eran caras para el momento ($650), así que me encomendé a cuanto sorteo existía y recluté a los míos en la cruzada desesperada. La suerte echada, mamá ganó una entrada en una radio, y yo sin dudarlo compré la otra. Suerte mediante, el 22 de diciembre de 2017 me bajé del taxi en la esquina, sobre Muñoz, y encontré la van blanca en la puerta, con Maxi Djerfy paradito al lado como un concurrente más.
Fue la única vez que lo vi.
En 2020 (post Bluzz, entrada la era de Ginny productora) surgió la oportunidad de organizar un recital entre Nuestra Raza y la banda de la que fui manager hasta este año. La historia es común a cualquier productor: vino la pandemia, el show se suspendió dos veces, lo dimos todo por perdido. Finalmente en 2021 logramos re-programar la fecha, pero por un destino que a veces trae suerte y otras tantas tragedias caprichosas, Maxi murió antes de que pudiéramos concretarla.

En mi memoria, cada vez que suena Callejeros, siento el gusto amargo de ese final inconcluso, aunque también la certeza de que siempre nos va a quedar aquella noche en Bluzz Live.

boom boom kid, 2018.

Pero 2018… 2018 fue el año, porque fue cuando empecé a escribir.

Marquitos fue la primera persona en darme una entrevista y también el primero en ofrecerme la cobertura de un show: Los Nuevos Creyentes. Era marzo y ese fin de semana se sucedió en un recital tras otro (el viernes cumplía años Walo, el sábado debutaba como cronista y el domingo tocaba ser testigo de la decadencia de Marky Ramone). Todavía no había entrado en mis 20 y hacía gala de una vitalidad que hoy me cuesta comprender.

En seguida apreció Leo y entramos en una rutina de gacetillas de prensa y difusión que mantenemos hasta el día de hoy, así que los siguientes meses fueron de instalarme en Bluzz por trabajo y placer. Hubo entrevistas fallidas (como aquella promesa de conversación con Ricky Ramone de parte de un pseudo-manager de la movida under que seguimos esperando); coberturas increíbles y shows memorables — aquel mismo marzo intenso vimos a Nekro bendecir gente envuelto en lucecitas de navidad.

Más internacionales que nunca, febrero había arrancado con Kadavar (stoners alemanes altísimos con remeras transparentes y pelo platinado) y en agosto una seguidilla de dos semanas intensas nos regaló a los Toy Dolls y the Dwarves; los británicos en medio de un cuadro de llagas agónico que me encontró pasada de antibióticos. El recuerdo es borroso.

Ese año empecé a apropiarme de Bluzz Live como espacio. Fui con familia y amigos; y cuando Aby vino desde La Plata a reencontrarse con su querida Montevideo, la visita al recinto cuasi-sagrado fue tan obligada como un paseo por la rambla o un pancho en La Pasiva.
Una noche de rock, el punk de la Trotsky se me hizo inocente y mientras escuchaba el repertorio repetido desde el baño me desbordaron las ganas de ver a la Moto. En un arrebato de rebeldía (miren los cánones con los que medía y mido la rebeldía), saqué las llaves de casa del bolsillo de la campera y rayé con mano temblorosa MOTOSIERRA adentro de la puerta. 2018 fue entonces el año de dejar huellas.

The Dwarves, 2018.

Llegó diciembre y cerramos el año nuevamente con la Moto. Entre fotos y puchos en la puerta, Laura le dijo a Leo: “¡Qué año!”. Un comentario casual que guardaba una sensación generalizada. Ella — mi madre — maneja mucho el concepto de Camelot: un tiempo y lugar en que todo confluye para que las cosas se den. Es una sinergia única e irrepetible, como en la leyenda del Rey Arturo. De alguna forma, ese fin de año nos encontró queriendo aferrarnos a una época de gloria que veíamos partir; el Camelot de Bluzz Live como centro de la escena musical local ya tenía fecha de caducidad.

El 2019 arrancó con el delirio que representa ver a Glen Matlock de los Sex Pistols cantar All Or Nothing de los Small Faces un día terriblemente húmedo de enero. Del show salí golpeada, con cortes en los brazos cortesía de las tachas en el chaleco de un punk genuino; y sobre el final tuve que discutir acaloradamente para quedarme con la lista de temas, medio cuerpo sobre la barrera del escenario, la minifalda colaborando poco y nada con la hazaña rockera. La lista fue mía, el argumento de “la toqué primero” probó ser vigente años después del pre escolar.

Glen Matlock // Motosierra, 2019.

Sin embargo el resto del año me encontró un poco más lejos de Bluzz Live. Mis bandas de cabecera empezaron a tocar en otros lugares, yo empecé a producir mis propios shows, me fui de viaje, escuché otra música. Volver a Bluzz era una certeza tan poco cuestionada en mi rutina que dejé de sentir la necesidad de ir todos los meses, todas las semanas. La esquina de Defensa y Muñoz me esperaba ahí, congelada en el tiempo, lista para resguardarme del aburrimiento cotidiano cuando yo lo quisiera.

Tan esporádicas fueron mis visitas durante el último período del local que tuve que recurrir a mi libreta de notas y los archivos de redes sociales para recordar el último show al que fui antes de el-último-show-de-todos.
La respuesta era obvia, la despedida inadvertida no podría haberse dado de otra manera: el 10 de agosto el Festival Viaje de Agua reunió a Tuka en los vinilos, Poseidótica, Las Cobras, Lxs No Fumadorxs y — obviamente — Motosierra sobre el escenario de Bluzz Live. Seguro la pasamos bien, aunque los shows se me confunden en la cantidad de veces que vi a Marcos gritando y escupiendo rostros extasiados sobre ese mismo escenario.
Tocó la Moto y se cerró un capítulo, que sólo tendría su bis en “el último concierto”.

Hay sucesos históricos que marcan a la sociedad toda. Quienes fueron contemporáneos a guerras, grandes atentados, magnicidios — y ahora, todos nosotros, una Pandemia -; recordamos el instante justo en que supimos que había sucedido. Lo mismo pasa con las muertes. Amigos, familiares, ídolos. Yo me acuerdo de esa mañana de enero cuando abrí los ojos y supe que ya no compartía tiempo y espacio con Bowie. Recuerdo la llamada de Nico para avisarme que Gustavo Cerati ya no estaba. Y recuerdo, como si estuviera pasando ahora, cuando leí que cerraba Bluzz.

Puede sonar dramática la comparación con decesos y tragedias universales. Podría considerarse exagerado y hasta injustificado, pero cuando un lugar simboliza una era de gloria para todo un fenómeno cultural y una etapa clave en la vida de alguien (en este caso la transición de la adolescencia a la vida adulta de quien escribe, aunque se corresponda con tantas etapas de tantos seres nombrados y anónimos); su cierre amerita luto. No creo haber hecho mi duelo en aquel diciembre de 2019, este texto es un pobre intento de reconstruirlo tres años después, con el dolor intacto y la nostalgia hinchada en el recuerdo.

HPLE, 2019.

La última noche de Bluzz Live me agarró con entradas compradas para ver a la Trotsky en La Trastienda, su historia y la mia con Bluzz siempre cruzadas; otro ciclo cerrándose en un círculo completo.
Salimos a Fernández Crespo empapadas de transpiración en la noche más calurosa del año y caminamos por callecitas internas hasta desembocar por última vez en Defenza y Muñoz.

“Mi tema favorito de mi banda favorita en mi lugar en el mundo” — escribí acompañando un video de HPLE tocando Puede Ser ese 28 de diciembre.

Hubo abrazos, memorias compartidas en voz alta, brindis y unos últimos coros entonados con la garganta en carne viva. El clima era de fiesta, pero aún con los últimos coletazos de la esperanza juvenil que nos convence ciegamente de poder recrear cada noche alucinante en un futuro cercano, supe que los recitales no volverían a tener esa bienvenida hogareña que generaba Bluzz Live. La adrenalina, el entusiasmo, el fervor de la música sigue; pero yo también sigo buscando la calidez que dejé esa noche de humedad insoportable en la esquina que me vio crecer.

Doctor Explosión, 2018.

Durante el periodo que habité Bluzz Live, su escenario era la consagración del under. Cualquier banda joven que empezaba a tocar quería llegar a Bluzz. Y llegaban, porque siempre hubo espacio en fechas emergentes, recitales compartidos.
Para las bandas grandes era el refugio. Lo dijo Hugo Díaz (y lo citaron todos los medios que levantaron la noticia): Trotsky — como Buitres, La Triple, Bufón y más — elegían volver a Bluzz una y otra vez porque los trataban bien, porque tenían un contacto mayor con el publico, porque era “un saludable descontrol”.
Para nosotros era el escape, la oportunidad de ver esos artistas que nunca pensamos tendrían la motivación de desviarse en sus viajes para dedicarle una noche a la perdida Montevideo.

Por 3 años fue más mi casa que mi casa, donde jugaba de local sin subirme al escenario (y también donde se me permitía subir a jugar de vez en cuando, porque si bien el relajo de Bluzz siempre vino con orden, se nos daba la licencia de rebelarnos con respeto). Y ésto último no es menor, teniendo en cuenta que hoy por hoy nos encontramos con seguridades que bajan a lxs pibes de los hombros de sus amigues porque el agite es peligroso, el pogo es jerga de tíos saltando al ritmo de la electrónica en cumpleaños de quince, el rock algo forzosamente apto para todo público. Antes nos “portábamos bien” sin que nadie tuviera que decirnos que nos portemos bien. Ahora nos sentimos ahogados.

Por eso, presas de la nostalgia uruguaya que vive con un ojo puesto en el pasado que siempre fue mejor; agradecemos la esporádica apertura de nuevos (y cada vez más precarios) escenarios, pero sabemos que no es lo mismo. Nunca va a haber otro Perdidos, otro Juntacadáveres, otro Laskina. Nunca va a haber otro Bluzz Live.

A mediados de agosto y luego de dos años y medio de quedar suspendido en el limbo de un lugar que supo ser y ya no es nada; una máquina retroescavadora se llevó puestas las paredes que encerraron tanta música y vivires. Desde La Barraca a Bluzz Live, desde Mateo y Jaime a la Moto y Hablan Por La Espalda, los shows internacionales, las bandas tributo, los anónimos que conseguían abrir la noche para grandes nombres con proyectos que se desarmarían dos fechas después.
Ahora en Defensa y Muñoz van a poner un edificio, y al edificio le van a poner Bluzz Live — un homenaje que a mi se me hace más cínico que considerado — . En poco tiempo habrá familias felices construyendo memorias sin gracia sobre los escombros de este templo musical, sin saber su historia, pisoteando la esquina que supo ser nuestro oasis en la ciudad.

La tierra sigue girando, lugares y personas siguen su curso natural; pero también es natural preguntarnos dónde podemos pertenecer cuando las únicas puertas que se nos abrieron son arrancadas de cuajo por las garras metálicas constructoras de un futuro que no nos pertenece. Con el cierre de espacios como Bluzz Live, BJ, Amarcord y la ausencia de escenarios a la altura que nos devuelvan un poco de esa nostalgia romantizada, ¿dónde quedó la mierda buena de Montevideo?

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Ginny Lupin

Escritora, opinóloga musical (certificada por absolutamente nadie) y comunicadora independiente, al frente de ardeportal.com y del newsletter 🍷 Secretos…