Ginny Lupin
5 min readMar 26, 2021

El ritual.

¿Mateo? Mateo es un amigo.

Bueno, la verdad es que Mateo es más que un amigo hace unos años ya, y a mi me gusta nuestro arreglo porque con él puedo hablar de la muerte. Es que a la gente no le gusta hablar de eso, ¿viste? No les gusta hablar de la muerte porque no se quieren morir, y si no lo piensan no pasa.

Pero con Mateo hablamos mucho de la muerte y yo se que no queremos morirnos; sólo entendimos que el respeto se encuentra en la palabra más que en el silencio. Y así se formó el ritual.

Mateo llega a casa de mañana bien temprano, antes de que salga el sol, porque tenemos que estudiar para un final y hay que aprovechar las horas previas al ruido. También viene de noche, tarde, tardísimo; cuando se acerca Marzo y sabemos que las pesadillas no nos dejan dormir. Mateo llega y no toca timbre ni manda mensaje, porque sabe que la puerta del costado está siempre abierta y que - a menos de que esté jugando Racing - yo estoy en la pieza del fondo. Así que llega y pasa, como si fuera su casa, y la verdad es que durante el ritual es más suya que mía.

Cuando entra me busca con la mirada y asiente con la cabeza al primer contacto visual. Después se desliza hasta la cocina con una elegancia tan impropia de quienes nos criamos en el barrio, que al principio me encendía las alarmas. Mateo es sigiloso, como un ninja o esos mayordomos que tienen los superhéroes. Sus pasos son livianos, ínfimos al lado de las pisadas de las botas de trabajo de mi viejo o los tacos de mi hermana Martina, que a veces se lo cruza cuando va o viene del boliche. Ella siempre grita cuando entra y sale, cuando saluda o cuando no encuentra algo. Mateo susurra, aunque nunca habla cuando prepara el ritual, ni para preguntar dónde están las cosas. Tiene sentido que a esta altura sepa de memoria el contenido de las alacenas, pero no recuerdo que nunca haya preguntado. Siempre supo como alcanzar todo.

Mientras acapara la cocina yo termino de leer el capítulo de un libro que a esa altura se me estaba haciendo eterno, o subrayo las últimas palabras de un resumen aburrido. A veces le digo a Mateo, un poco en chiste y un poco en serio, que tiene una manera sobrenatural de saber cuándo necesito que cruce la puerta. El me responde siempre que, por el contrario, esa conexión es lo más natural del mundo. Nunca termino de entender cómo funciona su mundo.

Sí sé que al ratito emerge de la cocina con las dos tazas, dos cucharadas de café instantáneo y dos de azúcar - al ras - en cada una. Bajo el brazo trae el termo con agua caliente. En la otra mano, dos cucharitas. Y ahí mismo empieza.

Con Mateo batimos café y hablamos de la muerte mirándonos a los ojos. No hay una frecuencia determinada en sus visitas, que pueden pasar todos los días u olvidarse por meses. Nunca me aburre el ritual pero tampoco lo extraño. Es que sabe cuándo es necesario y cuándo no; como el sol, que sale solo de día. Distinta es la luna, que está mareada y a veces cae a plena luz de la tarde cuando nadie la llamó. A Mateo nunca lo llamé pero él tiene todo claro, sabe dónde lo necesitan. Yo no sé a dónde va cuando no está en casa, con los pies descalzos descansando en el apoya brazos del sillón, ni si alguien lo llama para solicitar su presencia en otras casas, otras cocinas.

Sé que Mateo no quiere morirse - y que yo no quiero morirme - porque nunca hacemos chistes de la muerte. Y cuando hablas tanto de un tema los chistes son bastante inevitables, pero por maniobras expertas del subconsciente - con conciencia propiamente autónoma - de nuestra charla, jamás llegamos a esa calle. Tampoco aparcamos nunca en las paralelas. No hay sarcasmo, ironías o lugares comunes. No hay esnobismos ni querer lucirse como espadachines de la reflexión. No hay nadie a quien impresionar, porque en el ritual estamos un poco del otro lado y ahí las reglas de impresión son otras.

Batimos por tiempo indefinido. A veces el café queda espumoso, como de máquina. Otras veces tengo tanto sueño que necesito prepararlo rápido para tomarlo de un trago y seguir. Alguna que otra nos perdemos en la conversación, en los susurros hipnóticos; y batimos tanto la mezcla que termina pareciendo dulce de leche pastelero y me dan ganas de comerlo a cucharadas.

Una vez que el café está pronto, lo tomamos leyendo nuestros apuntes, un libro o las tendencias infinitas de las redes sociales. La charla se termina cuando llenamos las tazas de agua y nos limitamos a compartir el sonido ambiente, intercalado por comentarios casuales; casi que una conversación acerca del clima, aunque nunca tan banal como para dejar en vergüenza las reflexiones previas.

Una sola vez pasé llave en la puerta del costado. Había muerto papá y tenía miedo de que Mateo quisiera venir a consolarme y hablar de su vida en pasado. No le había avisado la noticia, no sabía a dónde llamarlo. Tampoco tenía plata para poner un obituario en el diario, pero a pesar de lo improbable estaba segura de que Mateo sabía lo de papá. Como si no pudiera escaparme de afrontar el ritual en la orfandad.

Cerca de la 1 me arrepentí de dejarlo afuera, y en la penumbra de la casa pisé las baldosas frías del pasillo para destrabar la puerta. Cuando me asomé al patio me sorprendió no verlo ahí, recostado contra la pared, esperando en la oscuridad a que yo recapacitara y le diera vía libre para colonizar mis alacenas. Pero Mateo no estaba, y no estuvo hasta las 3, cuando llegó cubierto de rocío, asintió con la cabeza y siguió hasta la cocina para prepararnos. En la televisión jugaba un Racing en blanco y negro, un VHS que al viejo le encantaba ver aunque el club visitante nos ganara por goleada. Me avergonzó conocerme tan cliché en el duelo, especialmente después de que Mateo llegara. Estaba convencida de que, en su silencio, podía escuchar mis sollozos entre el relato acelerado del comentarista. Me mortificaba la idea de ser tan débil ante algo tan inevitable.

Pero esa noche Mateo salió de la cocina con las dos tazas de café y azúcar, las cucharitas y el termo. La luz de la tele iluminó sus pies en el apoya brazos y hubo una breve pausa, una pregunta silenciosa en los segundos que me llevó levantar mi taza de la mesa ratona. Enseguida nos miramos, empezamos a batir y hablamos de la muerte; al fin y al cabo por eso somos más que amigos.

No hablamos de la muerte de papá, ni ese día ni nunca. Tampoco de las nuestras, igual de inevitables; o al menos no las hablamos utilizando cada sílaba y palabra necesaria para explicitar la conversación. Yo creo que el ritual, igual que Mateo, es sabio; y como tal, maneja hábilmente los límites, tiempos y ritmos en los que se presenta.

Creo en el ritual porque es mi amigo.

¿Y Mateo? Mateo es algo más.

Ginny Lupin

Escritora, opinóloga musical (certificada por absolutamente nadie) y comunicadora independiente, al frente de ardeportal.com y del newsletter 🍷 Secretos…