Herencia.

Ginny Lupin
4 min readMay 27, 2021

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Es sabido que la vida en el cine no es sencilla. Largas horas de rostros que se suceden, funciones trasnoche y uniformes ridículos. Pero a pesar del sacrificio, para Javier el cine era una tradición más fuerte que los ravioles del domingo y los tazones enormes de té bebidos lentamente en tardes lluviosas; la sala era más casa que su casa y el oficio una suerte de herencia ineludible, transmitida de generación en generación con el respeto que merece una reliquia familiar.

Todo empezó con José Luis, abuelo de Javier e histórico pianista residente del entonces novedoso Cine San Ramón, frente a la plaza. En tiempos de opulencia para el pueblo, un ferroviario de la zona había visto en él una oportunidad de inversión, apostando a la sala cuando el entretenimiento aún era cosa exclusiva de la capital. Así trajeron el proyector de Europa, el terciopelo para el cortinaje de una afamada casa de Buenos Aires y la pintura color ladrillo para la fachada de la ferretería de Alberto, el vecino de José Luis. Para cuando llegó el día de la apertura, el joven pianista había contactado a conocidos de conocidos para convencer al inversor de su talento y, audicionando en directa competencia con la gran promesa de Montevideo — José Luis aseguró su puesto en el flamante nuevo Cine San Ramón.

Función a función el pianista transformó en escenario de renombre a los tablones barnizados que servían de pie a la pantalla salpicada de imágenes en blanco y negro. Hombres y mujeres de otros puntos del país se acercaban a la sala única, no por la novedad ni por las películas; pero sí ávidos de ver a José Luis dando vida a las historias con melodías de narrativa propia.

No fue mucho después que una de las visitantes frecuentes del cine se convirtió en su mujer, y entre el traqueteo de las cintas girando y la suavidad de las teclas bajo los dedos del pianista; se crió su único hijo. Para cuando llegó la hora de retirarse, despedida forzada por películas con sonido y bandas sonoras pre-fabricadas, Carlos — padre de Javier — había aprendido de su propio padre el amor por el cine.

El romance más ferviente de Carlos, con pesar de la novia que lo esperaba desde adolescente a la salida de la doble función de matiné de los sábados; no fue el piano, sino el proyector. Sin música en vivo, el foco ya no estaba en la tarima, sino al fondo, detrás de la última fila, donde el hijo del ferroviario (devenido en dueño de cine por herencia) ponía en marcha los engranajes de la magia audiovisual; y desde sus inicios como acomodador adolescente, Carlos soñaba con su poder. Trabajó duro para ello, por años el primero en llegar y el último en irse, y justo para el nacimiento de su único hijo, Javier, se le confió finalmente la responsabilidad de dar inicio a la película.

A San Ramón nunca llegaron las grandes cadenas. Tembló un poco el piso cuando abrió el ciber en la esquina del cine, porque además tenía videoclub y los jóvenes — como Javier supo serlo — disfrutaban más congregarse entre sus bateas que sumergidos en las butacas de un verde raído de la sala local. Del Ciber café Libertad (ahora con videoclub) lo sacó varias veces Carlos con un tirón certero de oreja, para que se dejara de pavadas y tuviera más respeto por el oficio familiar. Pero a Javier no le gustaba mucho el cine. Ni siquiera cuando el nieto del ferroviario vendió la sala a unos inversionistas de Canelones que trajeron equipos de sonido de último modelo y remataron el proyector para dar lugar a un sistema de reproducción digital al que su padre no logró adaptarse. Ni cuando re-tapizaron las butacas viejas con corderoy color mostaza, ni cuando hicieron el ciclo de cine de terror y tuvo que sentarse incómodo durante 3 películas de corrido, rasqueteando la tela áspera del apoyabrazos con las uñas cortas. Tampoco cuando le dieron trabajo de acomodador.

Aún así (o tal vez, justamente por ello), acomodador fue su puesto permanente, jamás merecedor de la responsabilidad de apretar el botoncito de reproducción. Su padre y su abuelo habían sido referentes del rubro en la zona, mientras él seguía ahí, mirando la tierra caer sobre la tarima. Pasaba cada día sumergido en el olor a pochoclo que inundaba el hall aún con la máquina apagada, intentando sin éxito despegar de la alfombra las pelotitas de maíz escupidas por generaciones de espectadores. Resintiendo la herencia.

Desde detrás de la máquina de pop podía ver hacia dentro de la sala, estudiando con atención el efecto que la pantalla y el aire acondicionado causaban en las pesadas cortinas de terciopelo, que adornaban continuas desde el marco de la pantalla hasta la misma puerta. Lentamente, entre los haces de luz, pequeñas motitas de polvo pesado se desprendían de la tela, flotando por sobre las cabezas de la primera fila.

Mirando la tierra caer, Javier dejó un día correr la máquina de gaseosa, a ver si con una mancha enorme de líquido por fin cambiaban la alfombra vieja del hall. A ver si lo echaban por el desastre y podía, por fin, explorar nuevos horizontes profesionales. A ver si, para variar, algo interesante pasaba en la sala única del pueblo. Pero la máquina de pop también era vieja, tanto así que el enchufe hacía falso contacto con la pared, sacando chispas de corriente. Y ese día, haciendo gala de una exacta puntería, una chispa aterrizó en la humedad de gaseosa a sus pies, allí entre los cables y la mugre. Con destreza irónicamente cinematográfica, el calor se extendió por la alfombra y al cortinaje de terciopelo traído de Buenos Aires se lo tragaron las llamas tan rápido que Javier seguía mirando las motitas de tierra cuando, en lugar de polvo, fueron sólo cenizas flotando en el hall del Cine San Ramón.

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Ginny Lupin

Escritora, opinóloga musical (certificada por absolutamente nadie) y comunicadora independiente, al frente de ardeportal.com y del newsletter 🍷 Secretos…