Rojo y Gris

Ginny Lupin
4 min readSep 13, 2021

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Cuando tenía 13 años mi papá se asomó al balcón del departamento, en el décimo piso de un edificio a estrenar sobre la avenida. Nos habíamos mudado hace un año, pero papá trabajaba todo el día y apenas había disfrutado de la vista privilegiada del living hasta esa mañana, la tercera consecutiva que pasaba en casa después de que el negocio cerrara.
Fue antes del mediodía, cuando mi hermano y yo seguíamos en la escuela y mamá aprovechaba para ducharse. Nunca contó los detalles, pero imagino que escuchó un golpe seco; aunque pensándolo bien los golpes en la vereda no deben escucharse desde el décimo piso. Lo cierto es que salió de la ducha aún enjabonada, y encontró el living vacío. Buscó a papá en la cocina, en su habitación y en la nuestra. Caminó descalza, chorreando gotas de agua que mancharon el parqué, hasta que vio el ventanal abierto y abajo, fundido en la vereda color gris, encontró la papilla desfigurada que hasta recién había sido su marido.
Cuando volvíamos a casa, el sol bien arriba en el cielo, Augusto tironeó de mi manga para que viera las baldosas rojas, que habían sido grises esa mañana. Subimos al departamento y, rígida sobre el parqué manchado con olor a cera, encontramos a mamá; quien ya vestida susurró que papá había salido al balcón a disfrutar la vista y un viento lo tiró.
Mi hermano se largó a llorar preguntando a dónde lo había llevado el viento, pero mamá no dio explicaciones. Al silencio Augusto le respondió gritando que tenía hambre, pero no había nada para comer y tuve que bajar a la rotisería de la esquina a comprar empanadas porque mamá no se movía.
Esa caminata, esquivando las baldosas rojizas y empujando lágrimas bien adentro de los ojos, fue la primera cosa que tuve que hacer para lidiar con la muerte. La segunda, a pedido de mi tía que llamó esa noche diciendo que ALGUIEN tenía que hacerse cargo de todo, fue escribir el obituario.
Cuando tenía 13 años y mi papá saltó del balcón, la gente todavía leía el diario y me tocó a mí redactar las líneas que alimentaran su curiosidad. La tía me dictó con paciencia el nombre y apellido de quienes daban su pésame, que eran muchos aunque fuera su sobrina casi-niña la única escribiendo; e insistió en que no me extendiera más de las 90 palabras que podíamos pagar.
La noche del día en que papá se murió la pasé sentada en penumbras, intentando encontrar las palabras que contarían a un montón de lectores anónimos eso que mamá nos había dicho así nomás.
Augusto dormía en el sillón con el ventanal abierto en la esperanza de que una ráfaga fuerte trajera a papá de vuelta. Yo no esperaba, porque ya dominaba el arte de la suma y sabía a la perfección que décimo piso más baldosas rojas equivalen a media orfandad. Al menos esperaba que fuera sólo media, porque la noche del día en que papá se murió también fue la noche en que tuve que arrastrar a mamá hasta el cuarto y meterla en la cama.
Esa madrugada, cuando todos dormían pensé en la maestra de primer grado que me dijo cuando sólo tenía seis que tenía también el don de la palabra; y supuse que mi tía también lo pensaba, por eso me había encargado semejante responsabilidad.
También pensé en la profesora de literatura, que nos había explicado cómo las tragedias existen para dejar un mensaje. Papá podría haber saltado del balcón para que el mundo conociera mi don o para imponer la tendencia de combinar el rojo con el gris. Prendí entonces la computadora para investigar otros hombres que habían saltado de un décimo piso y los resultados mostraron que era algo bastante común; tan así que tenía nombre propio, porcentajes y estadísticas.
Terminada mi lectura, escribí 89 palabras y las envié por correo electrónico junto al número de comprobante de pago del anuncio.
La mañana siguiente al día en que papá se murió, desperté a mamá y a Augusto con el desayuno, puse el diario sobre la mesa y con cuidado de no arrugar la falda negra, me senté en el sillón a escuchar mi despedida en boca de mi hermano menor:

“Luis Ramírez Pena. 21 de Julio de 1962–4 de Abril de 2009.
Padre, esposo y amigo. Lo despiden su mujer Celeste, sus hijos Augusto y Josefina, su cuñada Luciana, sus primos Pocho, Gero, Lalo y Agustín, que tienen apellidos muy largos, y sus compañeros del trabajo que ya no existe.
El velorio es hoy a las 9 en la sala Clavel (Calle 43 al 2497). A quienes lo quisieron, condolencias. A la población general, una advertencia necesaria: las estadísticas mienten. Los hombres también se suicidan en días soleados.”

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Ginny Lupin

Escritora, opinóloga musical (certificada por absolutamente nadie) y comunicadora independiente, al frente de ardeportal.com y del newsletter 🍷 Secretos…