Ya viene el tren

Ginny Lupin
4 min readJan 12, 2022

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Ester y Felipe se miran, al fin y al cabo lo suyo siempre fue mirarse.

Sus ojos se conocieron cuando el tren Roca les hizo gancho en hora pico, llevándolos a coincidir religiosamente cada martes en el segundo o tercer vagón de las 5 de la tarde con destino La Plata. Ester subía en Quilmes con la mochila llena de apuntes y, sin importar que las quejas de su jefe lo retrasaran o el servicio de trenes decidiera regirse al son de otros relojes, Felipe atravesaba las puertas del mismo coche dos estaciones después.

Ninguno sabe a ciencia cierta cuándo empezaron a coincidir, ni si pasó demasiado tiempo antes de que sus ojos se percataran los unos de los otros; pero aunque ninguno de los dos admitiría ante amigos curiosos recordar cada detalle de la mirada del otro, lo cierto es que de un momento a otro los martes pasaron a ser el mejor día de sus semanas.

Ester y Felipe se miran, como se miraron durante meses sin hablar. Él siempre de pie, en la unión entre los vagones — ella sentada en un asiento del pasillo, los auriculares reproduciendo los últimos reggaetones para sentir el fin de semana un poco más cerca. La escena se repite porque el escenario es el mismo, sin importar los vendedores ambulantes y pasajeros que se suceden como extras borrosos, yendo y viniendo detrás y frente a los protagonistas.

Pero la historia no es igual cada martes, y hay buenos y malos días para los dos. Martes en que los ojos se ocultan tras lentes de sol que disimulan miradas inflamadas de pesar, martes de sonrisas disimuladas por mensajes que no son del otro, martes de cansancio y de festejo. Ester y Felipe son los mismos pero van cambiando — no sólo porque él ahora usa perfume y ella busca su asiento cada vez más cercano a la unión de los vagones — sino porque los meses pasan y las personas, como el paisaje a través de la ventana, se transforman. A Ester cada vez le quedan menos materias para recibirse y menos amigas para salir los fines de semana que no le toca rendir. Felipe ya sabe tocar todos los hits de Cerati, se hizo dos tatuajes y a veces juega a componer alguna que otra cosa. Lo que nunca cambia es que siempre, en algún punto del recorrido, se miran. Y esperan. Felipe a City Bell, Ester al destino de la línea.

Ella juega con la idea de bajarse antes, seguir al chico misterioso por la estación, ver dónde vive y quién es fuera del tren. Fantasea con un beso de película frente a los molinetes, una confesión de amor, y violines sonando en el fondo en vez de la voz monótona que anuncia la llegada de la próxima formación.

Felipe también sueña con un encuentro. No quiere ser obvio y piensa en fingir un sueño profundo que lo obligue a pasarse de estación y despertar justo cuando ella se levante en dirección a la puerta. Piensa que pasa a su lado y él la saluda, casualmente, como dos conocidos del tren. Sueña que bajan juntos y se toman una cerveza helada en un bar frente a la estación, que comparten un cigarrillo, que se cuentan todo. Pero nunca hace nada más que mirarla y dejarse mirar, porque no quiere ser obvio.

Hoy, Felipe y Ester se miran y ya no apartan los ojos con vergüenza ni pudor, porque muy atrás quedó aquel marzo donde apenas eran dos desconocidos. Se miran porque se atraen, porque es parte de su rutina, porque encuentran en el otro una distracción necesaria al tedioso viaje. Se miran porque hay un romanticismo particular en los amores fugaces de transporte público, porque quieren conocerse pero saben que el anonimato es gran combustible para su interés, porque buscan con esas miradas conocer un poco sin tener que conocerlo todo. Y hoy, Felipe y Ester se miran porque lo suyo es mirarse, pero también porque no hay punto en mirar por la ventana de un tren que lleva veinte minutos detenido.

Los altoparlantes anuncian que en la próxima estación hay un piquete y el mensaje se repite tres veces sin esperanzas de que una solución mágica acelere el avance del tren. Felipe piensa que ella es linda, que no sabe si a esta altura le conviene volver a Berazategui o intentar llegar a City Bell y que Mara, su gata, está sola desde la mañana en el departamento. Ester no recuerda a cuánto está el boleto del colectivo que la lleva a su casa y tantea los bolsillos, contando monedas sin sacarlas. También piensa que el pibe es lindo y que podría aprovechar tanta espera para hacer algo al respecto, pero se distrae con los bombos que suenan fuerte y hacen temblequear los vidrios.

Se miran y esperan, hasta que una pedrada rompe la ventana en el asiento de enfrente a Ester y el susto la hace mover los brazos en un espasmo que desparrama sus monedas por el piso del vagón. Él la mira, pensando si vale la pena levantarse; hasta que la policía entra al grito de que los piqueteros también entraron y ponen a todos los pasajeros con la cara contra el mismo piso. Se miran así, en horizontal, esperando una lógica que no llega, mientras sí llega un oficial que empieza a cacharlos y se toma demasiado tiempo con Ester. El hombre de gesto tosco y manos callosas busca armas en sus muslos, drogas en su escote, un documento que no puede alcanzar en su bolsillo atrapado contra el suelo del vagón.
Ella lo mira entonces, en busca de una complicidad que los ojos de él esquivan. Y es ahí cuando dejan de mirarse, entendiendo que lo suyo era mirarse hasta que fue más cómodo mirar hacia otro lado.

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Ginny Lupin

Escritora, opinóloga musical (certificada por absolutamente nadie) y comunicadora independiente, al frente de ardeportal.com y del newsletter 🍷 Secretos…